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- 31/07/12
El rescate del arte del grabado
En “Arte plural”, la historiadora del arte Silvia Dolinko vuelca sus conocimientos de más de quince años de trabajo sobre la disciplina prácticamente olvidada por sus colegas locales, que aquí se reivindica en su riqueza y complejidad.
POR Mercedes Perez Bergliaffa
Exhaustivo. Una especie de sólido monumento –tardío, se lo debíamos– al grabado nacional. Así es el libro Arte plural , de la historiadora del arte Silvia Dolinko. Fruto de más de quince años de trabajo –“comencé a investigar el tema en el 96”, dirá luego la autora–, la publicación es una adaptación de la tesis doctoral de Dolinko. El trabajo es muy rico, lleno de citas, de notas y con una inmensa cantidad de detalles dedicados al gran interés que la investigadora viene sosteniendo desde hace años sobre el grabado local, una disciplina prácticamente olvidada por nuestros historiadores del arte. En ese tema, Dolinko supo ver una veta, un diamante en bruto. Pero el trabajo para pulirlo fue arduo.
Poniendo manos a la obra, la investigadora se concentró para enfrentar el proyecto en perspectivas originales e hipótesis arriesgadas, siempre con relación al estudio de un período específico del grabado nacional: aquél comprendido entre 1955 y 1973. Allí se dedicó a desentrañar cuáles fueron las causas de la revalorización del grabado en nuestro país. Porque, sí, existió una revalorización de la disciplina del grabado que se produjo durante esos años, sobre todo durante la década del 60. Y aquí, señores, no hay casualidades. Dolinko lo comprende, y va al fondo de la cuestión. Descubre, investiga y escribe sobre esta disciplina, que sigue siendo una “hermanita pobre” de las artes plásticas, a pesar de haber conquistado su propio territorio ya hace tiempo.
Son ocho capítulos los que desarrolla la historiadora en su libro, pero hay uno que es central: el dedicado a Antonio Berni. “El caso Berni” se llama, en alusión a cómo el crítico y director del Instituto Di Tella, Jorge Romero Brest, solía definir la obra y procesos del gran artista. Y se sabe, que JRB no era un gran fan de Berni, sobre todo del Berni de los primeros años. Que nunca lo apoyó demasiado. Hasta que, en determinado momento, Berni ganó el Gran Premio de Grabado de la Bienal Internacional de Venecia. En medio de estas obras, imaginen que las de Berni eran una especie de rara avis, amén de que el grabador ya no era joven –tendría entonces, en 1962, cerca de 60 años–, por lo que no podía identificárselo como parte de la “troupe teen de la avanzada del arte”, ésa que desde el Instituto Di Tella JRB intentaba impulsar. Pero lo que más debe de haber molestado a JRB es que, tal como lo comenta la investigadora Dolinko en el libro, el premio de Venecia –tan importante, y obtenido por primera vez por un artista argentino– se hubiera otorgado a una obra figurativa, narrativa y social; o sea, “en las antípodas del enfoque modernista que sostenía el crítico”, escribe Dolinko. “La presentación de Berni le suscitaba un problema, a JRB: ¿Desde qué postura abordar una obra que no le significaba una propuesta interesante? El crítico tomaba entonces un camino a medias entre la ambigüedad y la frialdad.” Desde el premio obtenido por el artista, cuenta Dolinko en su trabajo, todo tuvo, necesariamente, que cambiar. Porque ese reconocimiento alcanzado por Berni simbolizaba, en realidad, mucho más que una premiación individual: era, por un lado, la validación de un proceso anterior que había ido gestándose en nuestro país, con los grabadores y artistas locales. Por otro, una paradoja: en tiempos en los que, desde el plano oficial, se quería dar una imagen del arte del país “modernizadora”, el reconocimiento a la obra de Berni –con la imagen de un chico de una villa miseria, Juanito Laguna, creado a nivel técnico con procesos que incluían desechos industriales– revelaba tensiones entre el discurso que se quería impulsar y lo que realmente iba ocurriendo en el campo artístico. Un tercer punto: Berni había obtenido el Gran Premio no gracias a sus pinturas –que también formaban parte del envío– sino, sobre todo, gracias a sus grabados: el Gran Premio consagratorio era de Grabado y Dibujo. Entonces, esta validación internacional arrastraba connotaciones múltiples: consagraba la figuración, en tiempos del auge de la abstracción; reconocía temas sociales como valiosos; y sobre todo, premiaba esa experimentación en las técnicas del grabado, específicamente de la xilografía.
“Desde los años cincuenta el grabado argentino fue obteniendo una inédita visibilidad y un nuevo posicionamiento dentro del campo artístico”, escribe en su trabajo Dolinko. Ya en los 60, movimientos anteriores de la gráfica artística –como el de los Artistas del Pueblo y luego Víctor Rebuffo, Pompeyo Audivert y Sergio Sergi–, actuaron como referentes para que los artistas y el contexto dieran un nuevo estatuto al grabado. Por otro lado, existía un factor esencial que el grabado compartió con la literatura y tenía que ver con la democratización del consumo cultural propio de ese período, que volvió al grabado una forma de arte “elevado”, pero “accesible” para ser comprado por la clase media masiva.
Explica ahora la historiadora, sentada frente a la mesa de un bar: “Existió un proceso vinculado a la potencial particularidad artística del grabado, que fue redundando en una mayor visibilidad. Sobre todo en los años 50. Tuvo que ver con una apertura a la experimentación y búsquedas que hasta ese momento habían estado más acotadas. Ellas reposicionaron al grabado en diálogo con otras producciones del campo artístico”.
Pero lo importante de los 50- 60 es que se pensó la imagen como un problema nuevo. Y entonces se pensó, también, en una renovación de técnicas y de materiales, en vistas a sostener a esta imagen ya desligada –por momentos– de los libros (anteriormente el grabado estaba más vinculado a la ilustración). Es en esta imagen autónoma, como puede verse en un grabado de Seoane, donde la textura de la madera y la inclusión del collage, por ejemplo, aparecen no como problemas técnicos solamente, sino como impactos a nivel de imagen.
Aquí aparece una de las mayores fortalezas de Dolinko: su enorme atención a los procesos técnico- artístico y a los materiales, como una parte fundamental de la investigación. Eso la diferencia –y mucho- de la gran mayoría de los historiadores del arte, quienes muchas veces sobrevuelan la técnica y la materialidad de las obras como un elemento menor, concentrándose fundamentalmente en los archivos y la bibliografía.
Aparte del espléndido capítulo dedicado al “caso Berni”, hay otro que presenta planteos originales: es el 6, en el que Dolinko traza paralelismo entre “el boom de la estampa” –el nuevo posicionamiento del grabado local en los 60– y el “boom de la narrativa latinoamericana”.
“Uno de las principales transformaciones para los sectores medios se fundó en la “democratización” de las relaciones sociales basadas en el consumo, un proceso iniciado en los 50”, escribe Dolinko. “En el marco de esta elevación de los estándares de vida y de los ingresos de amplios sectores urbanos de clase media, la producción artística y cultural también formó parte del expandido mercado del momento (…) El público al que apuntaron fue análogo, es decir, la clase media consumidora de bienes culturales. También fue similar la inscripción de estas producciones en el marco de proyectos de ampliación de espacios de circulación: sacar el libro a la calle y sacar la obra de arte a la calle eran formas de romper los tabúes sobre la posesión de estos objetos y acercarlos al “nuevo publico”.
Y aquí Dolinko hace referencia a un nuevo canal de circulación y difusión, común a la literatura y al grabado: las colecciones editoriales con impresiones de grabados de renombrados artistas nacionales, que comenzaron a realizar por entonces algunas editoriales. Quizás el caso más conocido sea el de Eudeba.
En pleno proceso de captación de un nuevo público a través de la difusión de obras en grandes tiradas y a precios populares, Eudeba lanzó entonces la serie “Siglo y medio”, en ocasión de los festejos del sesquicentenario de la Revolución de Mayo. Uno de los volúmenes de esta serie fue un éxito extremo de ventas y repercusión popular: el conocido Martín Fierro que incluía dibujos de Juan Carlos Castagnino. “Tuvo tres ediciones y 180 mil ejemplares vendidos entre septiembre de 1962 y marzo de 1963”, explica Dolinko. “Eran ediciones en gran formato, con numerosas reproducciones, buena calidad de impresión y un precio muy accesible; la figuración discreta y expresiva con la que el artista interpretaba las palabras de José Hernández resultaba de fácil decodificación visual y simbólica para “el gran público”, dice la autora. Los Salones Nacionales como espacio de legitimación, la gráfica social de los 60, la conformación del Museo del Grabado –aún hoy en día sin sede fija–, el grupo Grabas, el rescate detallado de personajes heroicos –artistas sorprendentes– que habían pasado al olvido, los Clubes del Grabado y la creación de las primeras bienales internacionales de la disciplina, son algunos de los otros puntos que Dolinko desarrolla a lo largo de su trabajo. Una especie de escáner profundo, del proceso de reformulación de la gráfica argentina que, sostiene la historiadora, osciló entre tres categorías: la experimentación, la tradición y la modernización
Poniendo manos a la obra, la investigadora se concentró para enfrentar el proyecto en perspectivas originales e hipótesis arriesgadas, siempre con relación al estudio de un período específico del grabado nacional: aquél comprendido entre 1955 y 1973. Allí se dedicó a desentrañar cuáles fueron las causas de la revalorización del grabado en nuestro país. Porque, sí, existió una revalorización de la disciplina del grabado que se produjo durante esos años, sobre todo durante la década del 60. Y aquí, señores, no hay casualidades. Dolinko lo comprende, y va al fondo de la cuestión. Descubre, investiga y escribe sobre esta disciplina, que sigue siendo una “hermanita pobre” de las artes plásticas, a pesar de haber conquistado su propio territorio ya hace tiempo.
Son ocho capítulos los que desarrolla la historiadora en su libro, pero hay uno que es central: el dedicado a Antonio Berni. “El caso Berni” se llama, en alusión a cómo el crítico y director del Instituto Di Tella, Jorge Romero Brest, solía definir la obra y procesos del gran artista. Y se sabe, que JRB no era un gran fan de Berni, sobre todo del Berni de los primeros años. Que nunca lo apoyó demasiado. Hasta que, en determinado momento, Berni ganó el Gran Premio de Grabado de la Bienal Internacional de Venecia. En medio de estas obras, imaginen que las de Berni eran una especie de rara avis, amén de que el grabador ya no era joven –tendría entonces, en 1962, cerca de 60 años–, por lo que no podía identificárselo como parte de la “troupe teen de la avanzada del arte”, ésa que desde el Instituto Di Tella JRB intentaba impulsar. Pero lo que más debe de haber molestado a JRB es que, tal como lo comenta la investigadora Dolinko en el libro, el premio de Venecia –tan importante, y obtenido por primera vez por un artista argentino– se hubiera otorgado a una obra figurativa, narrativa y social; o sea, “en las antípodas del enfoque modernista que sostenía el crítico”, escribe Dolinko. “La presentación de Berni le suscitaba un problema, a JRB: ¿Desde qué postura abordar una obra que no le significaba una propuesta interesante? El crítico tomaba entonces un camino a medias entre la ambigüedad y la frialdad.” Desde el premio obtenido por el artista, cuenta Dolinko en su trabajo, todo tuvo, necesariamente, que cambiar. Porque ese reconocimiento alcanzado por Berni simbolizaba, en realidad, mucho más que una premiación individual: era, por un lado, la validación de un proceso anterior que había ido gestándose en nuestro país, con los grabadores y artistas locales. Por otro, una paradoja: en tiempos en los que, desde el plano oficial, se quería dar una imagen del arte del país “modernizadora”, el reconocimiento a la obra de Berni –con la imagen de un chico de una villa miseria, Juanito Laguna, creado a nivel técnico con procesos que incluían desechos industriales– revelaba tensiones entre el discurso que se quería impulsar y lo que realmente iba ocurriendo en el campo artístico. Un tercer punto: Berni había obtenido el Gran Premio no gracias a sus pinturas –que también formaban parte del envío– sino, sobre todo, gracias a sus grabados: el Gran Premio consagratorio era de Grabado y Dibujo. Entonces, esta validación internacional arrastraba connotaciones múltiples: consagraba la figuración, en tiempos del auge de la abstracción; reconocía temas sociales como valiosos; y sobre todo, premiaba esa experimentación en las técnicas del grabado, específicamente de la xilografía.
“Desde los años cincuenta el grabado argentino fue obteniendo una inédita visibilidad y un nuevo posicionamiento dentro del campo artístico”, escribe en su trabajo Dolinko. Ya en los 60, movimientos anteriores de la gráfica artística –como el de los Artistas del Pueblo y luego Víctor Rebuffo, Pompeyo Audivert y Sergio Sergi–, actuaron como referentes para que los artistas y el contexto dieran un nuevo estatuto al grabado. Por otro lado, existía un factor esencial que el grabado compartió con la literatura y tenía que ver con la democratización del consumo cultural propio de ese período, que volvió al grabado una forma de arte “elevado”, pero “accesible” para ser comprado por la clase media masiva.
Explica ahora la historiadora, sentada frente a la mesa de un bar: “Existió un proceso vinculado a la potencial particularidad artística del grabado, que fue redundando en una mayor visibilidad. Sobre todo en los años 50. Tuvo que ver con una apertura a la experimentación y búsquedas que hasta ese momento habían estado más acotadas. Ellas reposicionaron al grabado en diálogo con otras producciones del campo artístico”.
Pero lo importante de los 50- 60 es que se pensó la imagen como un problema nuevo. Y entonces se pensó, también, en una renovación de técnicas y de materiales, en vistas a sostener a esta imagen ya desligada –por momentos– de los libros (anteriormente el grabado estaba más vinculado a la ilustración). Es en esta imagen autónoma, como puede verse en un grabado de Seoane, donde la textura de la madera y la inclusión del collage, por ejemplo, aparecen no como problemas técnicos solamente, sino como impactos a nivel de imagen.
Aquí aparece una de las mayores fortalezas de Dolinko: su enorme atención a los procesos técnico- artístico y a los materiales, como una parte fundamental de la investigación. Eso la diferencia –y mucho- de la gran mayoría de los historiadores del arte, quienes muchas veces sobrevuelan la técnica y la materialidad de las obras como un elemento menor, concentrándose fundamentalmente en los archivos y la bibliografía.
Aparte del espléndido capítulo dedicado al “caso Berni”, hay otro que presenta planteos originales: es el 6, en el que Dolinko traza paralelismo entre “el boom de la estampa” –el nuevo posicionamiento del grabado local en los 60– y el “boom de la narrativa latinoamericana”.
“Uno de las principales transformaciones para los sectores medios se fundó en la “democratización” de las relaciones sociales basadas en el consumo, un proceso iniciado en los 50”, escribe Dolinko. “En el marco de esta elevación de los estándares de vida y de los ingresos de amplios sectores urbanos de clase media, la producción artística y cultural también formó parte del expandido mercado del momento (…) El público al que apuntaron fue análogo, es decir, la clase media consumidora de bienes culturales. También fue similar la inscripción de estas producciones en el marco de proyectos de ampliación de espacios de circulación: sacar el libro a la calle y sacar la obra de arte a la calle eran formas de romper los tabúes sobre la posesión de estos objetos y acercarlos al “nuevo publico”.
Y aquí Dolinko hace referencia a un nuevo canal de circulación y difusión, común a la literatura y al grabado: las colecciones editoriales con impresiones de grabados de renombrados artistas nacionales, que comenzaron a realizar por entonces algunas editoriales. Quizás el caso más conocido sea el de Eudeba.
En pleno proceso de captación de un nuevo público a través de la difusión de obras en grandes tiradas y a precios populares, Eudeba lanzó entonces la serie “Siglo y medio”, en ocasión de los festejos del sesquicentenario de la Revolución de Mayo. Uno de los volúmenes de esta serie fue un éxito extremo de ventas y repercusión popular: el conocido Martín Fierro que incluía dibujos de Juan Carlos Castagnino. “Tuvo tres ediciones y 180 mil ejemplares vendidos entre septiembre de 1962 y marzo de 1963”, explica Dolinko. “Eran ediciones en gran formato, con numerosas reproducciones, buena calidad de impresión y un precio muy accesible; la figuración discreta y expresiva con la que el artista interpretaba las palabras de José Hernández resultaba de fácil decodificación visual y simbólica para “el gran público”, dice la autora. Los Salones Nacionales como espacio de legitimación, la gráfica social de los 60, la conformación del Museo del Grabado –aún hoy en día sin sede fija–, el grupo Grabas, el rescate detallado de personajes heroicos –artistas sorprendentes– que habían pasado al olvido, los Clubes del Grabado y la creación de las primeras bienales internacionales de la disciplina, son algunos de los otros puntos que Dolinko desarrolla a lo largo de su trabajo. Una especie de escáner profundo, del proceso de reformulación de la gráfica argentina que, sostiene la historiadora, osciló entre tres categorías: la experimentación, la tradición y la modernización