Despedida a Antoni Tàpies, el gran experimentador
Murió esta semana en Barcelona el artista que vivió sus obras como un lugar de investigación. Para él, cada tela era “un campo de batalla donde las heridas se multiplicaban hasta el infinito”.
POR Ana Maria Battistozzi
Alguien aficionado a las estadísticas se ha empeñado en adjudicarle a los artistas pintores el raro don de la longevidad. Acaso sea porque la naturaleza de su oficio, al menos tal como fue posible hasta el final del siglo XX, les permitió situarse al margen del ajetreo cotidiano, seguramente más angustiante que los avatares de la creación. Sea como fuere, Antoni Tàpies murió esta semana a los 88 años y no es un mero dato para la estadística. Ha muerto una de las figuras que marcó el arte de la segunda mitad del siglo XX.
Una enfermedad que había mermado su capacidad de ver lo afectaba desde hace tiempo. Uno puede preguntarse si alguien como él no puede prescindir de ver, una vez que ya lo ha visto todo y concebido todo para que lo vean otros. Monet estaba casi ciego cuando continuó pintando su jardín de Giverny y produjo uno de los más hermosos preludios de la abstracción. Seguramente Tàpies habrá podido, hasta último momento, recorrer su propia obra y reconocerla con sólo palparla porque, acaso premonitoriamente, la había concebido como un recorrido orográfico que puede ser percibido al tacto.
Si algo la distingue es una particular textura específicamente mural que el artista adjudicó al poder evocador que pueden tener las imágenes para alguien que pasó la infancia y adolescencia encerrado tras los muros por las guerras, civil y mundial. Su obra trata de superficies que el artista buscó especialmente para escapar de las convenciones de la pintura que, al promediar la década del cincuenta, percibía agotadas. En consonancia con la experimentación que abrió paso el informalismo en la posguerra, empezó a utilizar en sus obras materiales que no eran considerados artísticos. Arena, polvo de mármol, sogas o trozos de madera.“Igual que un investigador en un laboratorio soy el primer espectador de las sugerencias arrancadas a la materia”, explicó en una entrevista de 1966, cuando ya llevaba más de diez años aplicando ese modo de indagar la relación entre materia y soporte a través de diversos procedimientos como el collage, el rasgado, la pintura aplicada directamente del pomo y los empastes gruesos con huellas, incisiones y grietas.
“Provoco en la materia sus recursos expresivos, incluso si en un principio no tengo una idea muy clara de lo que me propongo hacer. Al trabajar formulo mi pensamiento y de esa lucha entre lo que quiero y la realidad de la materia nace un equilibrio de tensiones”, decía a tono con la actitud de abandonarse al gesto que caracterizó a las estéticas de posguerra y lo guió primero hacia el surrealismo y luego al informalismo.
En 1948, había fundado Dau al Set junto a Modest Cuixart y Joan Ponc. Este importante movimiento de afinidades surrealistas y dadaístas fue liderado por Joan Brossa, el gran prestidigitador de la poesía visual que hasta su muerte, en 1998, fue su gran amigo. Con él compartió sobre todo una inclinación por la filosofía y las religiones orientales. Y en especial el pensamiento zen que marcó su producción.
Un viaje a París en 1950 lo aproximó a la abstracción informal que lo llevó a jerarquizar la materia sobre la forma y lo convirtió en una de las figuras más sostenidamente innovadoras de esa tendencia. Sin embargo, muchas de sus obras, pese a la intensidad de la materia que las caracteriza en consonancia con las poéticas del informalismo, pueden leerse desde una perspectiva mística, una instancia a la que arribó al cabo de años de una intensa experimentación. “Con ensañamiento desesperado y febril llevé la experimentación formal a unos grados de maníaco”, confesó en una oportunidad. “Cada tela era un campo de batalla en el que las heridas se iban multiplicaban hasta el infinito. Entonces acaeció la sorpresa tras aquel dinamismo inacabable, a fuerza de arañazos, de golpes. Los millones de furiosos zarpazos se convirtieron en millones de granos de polvo, para comunicarme la interioridad secreta de las cosas” detalló en una de las referencias poéticas con que solía explicar los avatares de su producción.
Cruces, letras equis y te, círculos, cuadrados, óvalos y figuras geométricas difuminadas son algunos de los signos que forman parte de un mundo simbólico propio que alude tanto a la vida como a la muerte y también a la sexualidad.
Durante los años 70 en sintonía con las poéticas del Arte Povera que se extendieron desde Alemania e Italia por Europa, Tàpies incorporó en algunos de sus trabajos ropas, muebles viejos, telas sucias, pajas, alambres y papeles, especialmente elegidos por su poder evocador. Su obra proyecta así un desarrollo espacial hasta entonces inédito como el que exhibió a escala en la obra que presentó en 1993 en la Bienal de Venecia.
Ya entre 1965 y 1968 había realizado una serie de obras centradas en el cuerpo humano. En “Materia en forma de pie” (1965) despliega la materia pictórica por casi toda la superficie del cuadro y le trata como si fuera una mancha en forma de pie o un grafiti en un fragmento de muro. Ya más dramáticamente, en 1966, con “Desnudo”, presenta un cuerpo femenino arrodillado con un alambre que se extiende desde las muñecas hasta los tobillos e incisiones y raspaduras como si hubiera sido sometido a torturas.
La obra de Tàpies nunca fue ajena a los acontecimientos políticos. Ampliamente conocido también fue su compromiso antifranquista y desde esa misma oposición, su apoyo al nacionalismo catalán. “Atención Cataluña”, “El espíritu catalán” o “Cataluña” son algunas de las obras que dan testimonio de ello.
Pero también realizó una importante obra gráfica y una intensa tarea de ensayista. De los años setenta son “La práctica del arte” y “El arte contra la estética”, dos ensayos que dan cuenta de un creador, lúcido especialmente atento a los debates de la época. Un artista que subvirtió todas las prácticas que encaró: tanto la pintura como el dibujo, la litografía, el collage o la escultura innovando en los soportes y materiales.
Una enfermedad que había mermado su capacidad de ver lo afectaba desde hace tiempo. Uno puede preguntarse si alguien como él no puede prescindir de ver, una vez que ya lo ha visto todo y concebido todo para que lo vean otros. Monet estaba casi ciego cuando continuó pintando su jardín de Giverny y produjo uno de los más hermosos preludios de la abstracción. Seguramente Tàpies habrá podido, hasta último momento, recorrer su propia obra y reconocerla con sólo palparla porque, acaso premonitoriamente, la había concebido como un recorrido orográfico que puede ser percibido al tacto.
Si algo la distingue es una particular textura específicamente mural que el artista adjudicó al poder evocador que pueden tener las imágenes para alguien que pasó la infancia y adolescencia encerrado tras los muros por las guerras, civil y mundial. Su obra trata de superficies que el artista buscó especialmente para escapar de las convenciones de la pintura que, al promediar la década del cincuenta, percibía agotadas. En consonancia con la experimentación que abrió paso el informalismo en la posguerra, empezó a utilizar en sus obras materiales que no eran considerados artísticos. Arena, polvo de mármol, sogas o trozos de madera.“Igual que un investigador en un laboratorio soy el primer espectador de las sugerencias arrancadas a la materia”, explicó en una entrevista de 1966, cuando ya llevaba más de diez años aplicando ese modo de indagar la relación entre materia y soporte a través de diversos procedimientos como el collage, el rasgado, la pintura aplicada directamente del pomo y los empastes gruesos con huellas, incisiones y grietas.
“Provoco en la materia sus recursos expresivos, incluso si en un principio no tengo una idea muy clara de lo que me propongo hacer. Al trabajar formulo mi pensamiento y de esa lucha entre lo que quiero y la realidad de la materia nace un equilibrio de tensiones”, decía a tono con la actitud de abandonarse al gesto que caracterizó a las estéticas de posguerra y lo guió primero hacia el surrealismo y luego al informalismo.
En 1948, había fundado Dau al Set junto a Modest Cuixart y Joan Ponc. Este importante movimiento de afinidades surrealistas y dadaístas fue liderado por Joan Brossa, el gran prestidigitador de la poesía visual que hasta su muerte, en 1998, fue su gran amigo. Con él compartió sobre todo una inclinación por la filosofía y las religiones orientales. Y en especial el pensamiento zen que marcó su producción.
Un viaje a París en 1950 lo aproximó a la abstracción informal que lo llevó a jerarquizar la materia sobre la forma y lo convirtió en una de las figuras más sostenidamente innovadoras de esa tendencia. Sin embargo, muchas de sus obras, pese a la intensidad de la materia que las caracteriza en consonancia con las poéticas del informalismo, pueden leerse desde una perspectiva mística, una instancia a la que arribó al cabo de años de una intensa experimentación. “Con ensañamiento desesperado y febril llevé la experimentación formal a unos grados de maníaco”, confesó en una oportunidad. “Cada tela era un campo de batalla en el que las heridas se iban multiplicaban hasta el infinito. Entonces acaeció la sorpresa tras aquel dinamismo inacabable, a fuerza de arañazos, de golpes. Los millones de furiosos zarpazos se convirtieron en millones de granos de polvo, para comunicarme la interioridad secreta de las cosas” detalló en una de las referencias poéticas con que solía explicar los avatares de su producción.
Cruces, letras equis y te, círculos, cuadrados, óvalos y figuras geométricas difuminadas son algunos de los signos que forman parte de un mundo simbólico propio que alude tanto a la vida como a la muerte y también a la sexualidad.
Durante los años 70 en sintonía con las poéticas del Arte Povera que se extendieron desde Alemania e Italia por Europa, Tàpies incorporó en algunos de sus trabajos ropas, muebles viejos, telas sucias, pajas, alambres y papeles, especialmente elegidos por su poder evocador. Su obra proyecta así un desarrollo espacial hasta entonces inédito como el que exhibió a escala en la obra que presentó en 1993 en la Bienal de Venecia.
Ya entre 1965 y 1968 había realizado una serie de obras centradas en el cuerpo humano. En “Materia en forma de pie” (1965) despliega la materia pictórica por casi toda la superficie del cuadro y le trata como si fuera una mancha en forma de pie o un grafiti en un fragmento de muro. Ya más dramáticamente, en 1966, con “Desnudo”, presenta un cuerpo femenino arrodillado con un alambre que se extiende desde las muñecas hasta los tobillos e incisiones y raspaduras como si hubiera sido sometido a torturas.
La obra de Tàpies nunca fue ajena a los acontecimientos políticos. Ampliamente conocido también fue su compromiso antifranquista y desde esa misma oposición, su apoyo al nacionalismo catalán. “Atención Cataluña”, “El espíritu catalán” o “Cataluña” son algunas de las obras que dan testimonio de ello.
Pero también realizó una importante obra gráfica y una intensa tarea de ensayista. De los años setenta son “La práctica del arte” y “El arte contra la estética”, dos ensayos que dan cuenta de un creador, lúcido especialmente atento a los debates de la época. Un artista que subvirtió todas las prácticas que encaró: tanto la pintura como el dibujo, la litografía, el collage o la escultura innovando en los soportes y materiales.
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